Las enfermedades, y con ellas la eventualidad de regresar al mundo espiritual y dejar todo lo que nos rodea, nos instraquiliza y nos reta a pensar en que existe algo más allá de lo que vemos y de lo evidente. Intuimos, entonces, que no somos solo un cuerpo viviente. Es un hecho que estos males llegan, por lo general, justamente cuando creemos que todo en nuestra vida es perfecto, y dado que no hemos aprendido de las pequeñas crisis no estamos preparados para librar grandes batallas.
En esas tribulaciones todo a nuestro alrededor se derrumba, todo lo que creíamos vital y absolotumanete importante se desvanece, y entendemos por fin que somos lo más importante de nuestra vida. Atrás queda la preocupación por las cosas banales. Es entonces cuando muchos se preguntan: ¿Qué hice mal? ¿qué debo solucionar? ¿qué debo aprender?, y piensan que ya no tienen tiempo para enmendar lo que hicieron o hacer lo que quisiera haber hecho. En ese escenario de desolación la familia está dispuesta a llamar a la muerte, como si esta fuera una entidad real, y negociar y pactar con ella para obtener un poco más de tiempo para su ser querido. Y brotan del corazón las promesas al cielo para intentar revertir el difícil camino y el desesperado final. En esa circunstancia todos tienen algo que aprender.
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